En un pasaje de su Testamento, Francisco habla de su juventud, y dice:
«Y el Señor me dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: "Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo".
»Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos.
Y lo hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y ellos solos administran a los otros. Y quiero que estos santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados en lugares preciosos».
"Lugares preciosos": estas palabras designan no sólo las iglesias, sino también los tabernáculos, en que se reserva el Santísimo, y aun los vasos sagrados del altar, como los copones, píxides, etc...
Por este documento, que data de los últimos años de su vida, sabemos auténticamente cuáles fueron siempre los sentimientos de nuestro personaje para con la Iglesia y el clero; y este autotestimonio ha sido plenamente confirmado por todos sus biógrafos.
Referido queda más arriba cómo Francisco demostraba gran interés por las iglesias, contribuyendo con sus propias manos a restaurarlas y embellecerlas.
Hoy día mismo, los alrededores de Asís están sembrados de santuarios casi en ruinas, iglesias o capillas edificadas a la vera de los caminos, que se mantienen siempre cerradas con candado y donde rarísimas veces se celebran oficios divinos. Mirando hacia el interior, se ve un altar con manteles todos arrugados y rasgados, floreros con flores de papel cubiertas de polvo, candeleros de madera que nunca han sido dorados y ahora están cenicientos y carcomidos.
Sin embargo, abandonadas y todo, la visita de estas iglesias deja en el ánimo del viajero no sé que extraña impresión de piadoso recogimiento, que se aumenta todavía cuando, al penetrar en ellas, se encuentra uno con frescos borrosos pintados en los muros por aquellos discípulos de Giotto o de Simón Martini que, en el siglo XIV, visitaron hasta las más apartadas ciudades y los más ignorados ángulos de los Apeninos. La pila de agua bendita está vacía y polvorienta. La única música que allí escucha el visitante cuando se arrodilla para rezar, es el susurro de los castaños agitados por el viento, o el murmurar de los arroyos saltadores que, desde la cima de las montañas, bajan presurosos en busca de su lecho de piedras.