lunes, 10 de octubre de 2016

ESCRITO II EL CONOCIMIENTO.- LA PALABRA

ESCRITO II EL CONOCIMIENTO.- LA PALABRA
“ … Su Luz nos envolvió y nos sumimos en un dulce sueño”.
Y en medio de la Luz que alumbró la noche de los tiempos una
Voz escuché diciendo:
«Dios Padre.
Eterno Omnipotente.
Inmutable.
Inmanifestado.
Inmortal.
Perpetuamente Presente.
En su incognoscible meditación se preguntó: ¿Quién Soy?
Y en el Vacío no tuvo respuesta.
Quiso entonces Conocerse a sí mismo.
En el acto incomparablemente más sublime que cualquier ser
creado pueda imaginar ÉL se negó a sí mismo y se entregó por
completo a encontrar la respuesta.
Pronunció La Palabra y la Vida fue creada.
Así nació:
La Diosa revelada.
La Eterna cambiante.
La Madre del Universo, de todo lo conocido y lo cognoscible.
Y tanto amó Dios Padre a Diosa Madre que se hizo Uno con
Ella.
Y del fruto de esa Unión nacieron dos Hijos gemelos, creados a
imagen y semejanza de Ellos y poniéndoles por nombre:
VOLUNTAD a Él y AMOR a Ella.
Diosa Madre les regaló, para que vivieran y encontraran la
respuesta, un Hogar: el Gran Universo.
Dios Padre les regaló todo su tiempo: la Eternidad.
Y les dijeron:
―Vivid siempre juntos y sed felices, amaos y creced, conoceos
y multiplicaros. Porque conociéndoos y amándoos es como nos
conoceréis y nos amaréis. Y sabiendo quienes sois, sabréis
quienes somos.
VOLUNTAD DIVINA y AMOR SUPREMO se miraron,
tomáronse de la mano aceptando los regalos de su Madre y su
Padre.
VOLUNTAD DIVINA y AMOR SUPREMO emprendieron
el viaje hacia el CONOCIMIENTO ABSOLUTO.
A su llegada al Hogar vivieron, y viven, en un Mundo perfecto
en el centro del Gran Universo, cuyo eje gira sobre sí mismo en
un eterno equilibrio, donde el tiempo y el espacio se unen.
Alrededor suyo giraban siete Universos vacíos y desconocidos
para ellos.
VOLUNTAD DIVINA y AMOR SUPREMO como resultado
de su Voluntad y Amor se hicieron UNO y tuvieron siete Hijas y
siete Hijos gemelos, creados a su imagen y semejanza. 
Les pusieron un nombre por cada pareja: Voluntad, Amor,
Conocimiento, Armonía, Ciencia, Altruismo y Unificación.
A cada pareja les proporcionaron un Hogar, un Universo para
que vivieran y descubrieran el significado de sus nombres.
Las siete parejas se trasladaron a vivir a los siete Universos
alrededor del Mundo Central. Cada pareja en el transcurso del
tiempo van amándose, creciendo, conociendo y siendo UNO.
Engendraron diez Hijos por pareja, cinco Mujeres y cinco
Hombres; llamados cada par: Tierra, Agua, Fuego, Aire y
Espacio; en total setenta hijos.
Y los setenta, por parejas, cinco Hombres y cinco Mujeres,
moraron en cinco mundos de su Universo respectivo. 
En total treinta y cinco mundos, en los que deberían encontrarse, amarse y conocerse, y ser al igual que sus Padres, un solo Ser.
Y en cada etapa de la Vida, a través del tiempo y el espacio los
Hijos e Hijas se van encontrando y fecundando más Hijas e Hijos
semejantes a ellos. 
Todos a la búsqueda y encuentro de sí mismos, de su par. 
Encuentro que sólo llega amando como hizo el Padre de los Padres: negándose a sí mismo; entregándose al otro como lo hizo Él, por amor a su par.
Por cada fusión, producido por el encuentro de un Hijo y una
Hija de Dios, nace una estrella con sus mundos, que son habitados
por sus Hijos e Hijas en una eterna y creciente espiral de la Vida.
Cada vez son más los mundos habitados dentro de los Universos.
Y en la voluntad de cada uno está el encontrarse con su par y
responder juntos a la pregunta: ¿Quién soy?
Y Dios Padre, Diosa Madre y Dios Hija-Hijo son UNO».
Quien tenga oídos para oír que oiga.
EL ANCIANO JUAN
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ESCRITO I (segunda parte) EL AMOR .- (omega) LA TRANSFIGURACIÓN

ESCRITO I (segunda parte) EL AMOR .- (omega) LA TRANSFIGURACIÓN
Un monje franciscano se acercó sentándose junto a mí.
—¡Bonito espectáculo! ¿Verdad?
―Sí —le contesté—, esta es una noche en la que los astros se
conjugan para hablarnos de la grandeza de nuestro Creador.
—¡Seguramente en una noche como esta, Dios se mostró en
todo su magnitud en este monte! —continuó.
―No lo dudes —le confirmé—, debió ser una noche que nunca
olvidarían quienes con Él estuvieron. Fue la constatación de la
gloria de Dios manifestada en el Maestro y la esperanza para una
humanidad perdida en los laberintos de la ignorancia.
Volví a viajar en el tiempo…
Nuevamente el Maestro fue el primero en despertar, dormía
poco, y sin embargo amanecía lozano. María de Magdala no se
quedaba a la zaga y siempre era yo el último en despegarme del
suelo.
Aún con los colores del amanecer reflejado en las nubes
comenzamos a caminar.
Varios pensamientos cruzaban mi mente… ¿Hacia dónde nos
dirigíamos? ¿A Nazaret, o a algunas de las aldeas junto al mar de
Tiberiades? ¿Quizás Betsaida? Así vería a mi familia…
El Maestro los cortó diciendo:
—Vamos al monte Tabor, junto a Nazaret.
Nada dije y en un buen rato ya no volví a pensar.
El Sol quedaba a nuestra espalda mientras ascendíamos por el
camino a la cumbre del monte Tabor. Desde su cima divisábamos
las colinas donde se asienta la aldea de Nazaret. El Maestro se
quedó un largo rato mirándolas.
Aprovechamos para acomodarnos en una choza, seguramente
construida por pastores; estaba repleta de paja y nos haría más
cómodo el lecho. María y yo nos ocupamos de prepararlo. Pedro
mientras buscaba un poco de leña, así se lo pidió el Maestro, pues
nos aseguró que la noche sería larga.
Sentados junto al fuego —Pedro era experto en conseguirlo—
compartimos un poco de pescado seco. Hablamos sobre cómo se
encontrarían los hermanos que se quedaron en Jerusalén. 
El Maestro nos tranquilizó, sabía que estando bajo la tutela de José
de Arimatea nada les pasaría, éste conocía muy bien a los demás
miembros del Sanedrín.
«Esta noche —nos comunicó Él— veáis lo que veáis no os
turbéis.
Nuestro Padre cuida a su rebaño esté donde esté.
El Padre envió al pastor para conducirle a la Casa que tiene
preparada para ellos.
Aquí, en medio de la oscuridad, se mostrará en todo su
esplendor y nos dará un poco más de Luz para alumbrar el camino
al nuevo Hogar.»
Nos miramos un poco perplejos, no acabábamos de comprender
sus palabras.
Se levantó y nos pidió que permaneciéramos sentados, se alejó
un poco de nosotros y permaneció en pie.
Ante nosotros la noche se hizo de día en la cumbre, a pesar de
que la Luna llena aún no había salido. Vimos que un fuerte
resplandor surgido del suelo ascendió hasta cubrir al Maestro por
completo. 
Su luz cambiaba rápidamente de colores, convirtiéndose en un arco iris iridiscente. 
Cada vez circulaba con más premura alrededor de su cuerpo, tanto que se convirtió en un torbellino, una danza llena de luz viva ahora transformada en luminosidad blanca. Un rayo de luz emergía de su cabeza ascendiendo hasta perderse en el firmamento.
Nos quedamos absortos ante lo que estábamos percibiendo, toda
nuestra piel estaba erizada, aun así una extraña paz se apoderó de
nosotros.
Por un momento desapareció Él en la luz, y la luz con Él.
En lo que dura un relámpago en una tormenta volvimos a verle.
Contemplamos su rostro transfigurado, todo Él brillando como
el Sol en su cénit, parecía no tener edad.
La luz ya no se encontraba fuera de Él, sino que parecía emanar
de su interior.
Le sentí inalcanzable y a la vez más próximo que nunca.
«Hoy —mirándonos, comenzó a hablarnos— se ha abierto una
puerta que permanecía cerrada eones.
Hoy el Padre se ha unido a la Madre; el Cielo a la Tierra; la
oscuridad se ha disuelto en la Luz.
Hoy es el principio del fin de la ignorancia en el mundo.
En poco tiempo volveré junto a nuestro Padre. No temáis, nunca
más estaréis solos, pues lo que habéis visto es la promesa
cumplida de mi Padre a su pueblo.
La Nueva Jerusalén ya es una realidad, sólo espera que entréis
en ella.
Yo soy el Templo Vivo.
Lo que Yo soy ahora, vosotros lo seréis.
Un poco de tiempo y no me veréis, un poco más y
permaneceremos juntos para siempre.
Sólo hay un camino: hacer la Voluntad del Padre. Y Ésta es:
“Amar al prójimo como a ti mismo”.»
Él se acercó a nosotros. La paz que sentíamos crecía según se
aproximaba, una paz que no era de este mundo.
Su Luz nos envolvió y nos sumimos en un dulce sueño.
EL ANCIANO JUAN
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ESCRITO I (segunda parte) EL AMOR (alfa) EL MONTE TABOR

ESCRITO I (segunda parte) EL AMOR (alfa) EL MONTE TABOR
Tras el lento y tortuoso recorrido desde Jerusalén la llegada del
autocar a Nazaret se produjo sin problemas. 
Me alojé en el albergue San Gabriel, junto a la iglesia del mismo nombre. 
Las vistas de la ciudad eran preciosas desde esta colina. El monte
Tabor se alzaba al Este, esplendoroso, a poco más de diez
kilómetros.
Después de un tentempié me dirigí al recepcionista, le pregunté
cómo ir al monte Tabor. 
Llegué en el momento adecuado, justo un grupo de peregrinos salía en autocar hacia él, así que me apunté a la “excursión”.
Desde la cima del monte la panorámica era preciosa, inmensos
valles pincelados de verdor arropados por un cielo azul
majestuoso. La planicie del cerro llamaba al recogimiento con sus
bellos y sencillos jardines, se distinguía la mano de los
franciscanos en su cuidado.
Entré en la Basílica, su piedra caliza le unía firmemente a la
tierra y como si fuera una prolongación de ésta se elevaba
uniéndose al cielo. 
Me senté a orar. 
Destacando en una cúpula frente a mí la imagen del Maestro, su aureola atrajo mi atención y me llevó a otro tiempo…
El Maestro ya no estaba con nosotros, me encontraba orando
como Él nos había enseñado: “Abbá…”
Sumido estaba en mi dolor y soledad cuando sin saber cómo me
sentí arrebatado del mundo que me rodeaba, vi al Maestro a unos
pasos de mí rodeado por una aureola de luz dorada, permanecía
inmóvil y en silencio. Entonces su Ser se iluminó y ante mis ojos
apareció una paloma blanca revoloteando, ésta acabó posándose
frente a mí.
Una Voz tierna y compasiva exclamó:
—¡Ofrécele tu sufrimiento!
Pensé en todo aquello que me tenía sumido en un estado de
impotencia y consternación. 
Mi vida era una constante búsqueda del amor y me sentía completamente perdido sin saber qué hacer ni dónde ir, ya nada tenía sentido para mí. 
Lentamente unas lágrimas brotaron de mis ojos cayendo sobre mis manos.
—¡Bríndale tus manos!
Las extendí ante la paloma. Mis lágrimas se convirtieron en
granos de trigo, ésta se acercó y se los comió.
—¡Juan! ¡Has llegado a la cumbre! ¡Te entrego mi Espíritu!
La paloma puso un pequeño huevo blanco.
« ¡Trágatelo! —exclamó la Voz con firmeza. Así lo hice.
¡Dale calor y cuídale con tu amor!
¡Deja que crezca dentro de ti hasta que eclosione!
¡Aliméntale con tus obras hasta que podáis echar a volar siendo
Uno!»
Seguidamente surgieron ante mí rostros de niños, jóvenes y
ancianos.
—¡Todos ellos eres tú!
Me llamó por mi verdadero nombre, un nombre que no puedo
pronunciar.
—¡Toma el Libro de la Vida y escribe en Él palabras de Amor y
Verdad!
La paloma abrió las alas y emprendió el vuelo. Volví a ver al
Maestro. Me sonrió y desapareció…
Una monja se me acercó:
—¡Hermano, es la hora de cerrar el templo!
Me levanté y salí estando entre dos universos.
Me senté ante las ruinas de la muralla, junto a la puerta llamada
"Bab el-Hawa" —puerta del viento—, a contemplar una puesta de
Sol única.
Todo era quietud y silencio
EL ANCIANO JUAN
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ESCRITO I (segunda parte) EL AMOR .- MAAYANE LA SAMARITANA

ESCRITO I (segunda parte) EL AMOR .- MAAYANE LA SAMARITANA
Llegamos a Sicar, un oasis en el desierto que ya estábamos
necesitando.
Los últimos rayos del Sol se perdían en el horizonte.
Una posada a la entrada de la aldea nos sirvió de refugio ante
una noche que se prometía fría, los vientos del norte soplaban
intensamente desde hacía unas horas.
Exhaustos caímos sobre los lechos que el posadero nos había
preparado, aunque un poco incomodado éste por la presencia de una mujer entre nosotros. 
Mas el Maestro zanjó la cuestión con rapidez, con voz tajante le dijo:
—Ella es antes que yo. Donde ella va voy yo. Donde ella está
estoy yo.
El posadero no supo que contestarle y se alejó refunfuñando.
El sueño nos venció rápidamente…
El tercer día desde que salimos de Jerusalén amaneció como se
fue el anterior, el viento seguía soplando con fuerza. 
Decidimos esperar a que amainara, aprovechamos para ver a una vieja amiga del Maestro: Maayane.
Nos dirigimos a su hogar en las afueras, cerca del pozo de Jacob.
Allí estaba, preparando el pan cuando nos vio aparecer. 
Salió corriendo hacia el Maestro. 
Se detuvo ante Él, unas lágrimas caían por sus mejillas y en su intención de arrodillarse, Éste le dijo:
—No te arrodilles mujer, pues tú y yo somos hijos del mismo
Padre, hermanos, iguales a los ojos de Dios y ante los hombres.
El Maestro le besó en la frente y nos presentó como a sus
hermanos.
Nos invitó a entrar en su humilde casa y compartir el pan que
preparaba. Así lo hicimos.
Juntos recordaron la conversación que en una ocasión
mantuvieron.
Maayane parecía vivir feliz a pesar de su pobreza, hacia honor a su nombre: “Manantial… de alegría”. La alegría de quien se
siente en las manos de Dios, de quien sabe que tras una larga
búsqueda por fin ha encontrado aquello que tanto deseaba: la paz en su alma.
En su vida, sencilla y dura —por lo que ella misma nos había
revelado—, las vicisitudes y penurias le habían enseñado que la
humildad es un don que difícilmente se adquiere cuando el
corazón está distraído donde la abundancia material mora.
«Tuve momentos de desesperación —nos confesó— cuando me
sentía rechazada por las demás mujeres y codiciada como un
objeto por los hombres. No quería vivir, me sentía que valía
menos que una piedra del camino. Fue entonces cuando en mi
más profunda desmoralización rogué al Dios de Abraham y de
Jacob que me ayudara.
Estaba junto al pozo cuando se acercó el Maestro. 
Nada sabía de Él. Me habló de lo que nadie sabe sobre mi vida, de las intenciones que tenía de acabar con mi sufrimiento. En un instante mi vida cambió, fue como si un rayo de luz me hubiera sacado de la oscuridad en la que vivía. Me devolvió la dignidad que creí perdida para siempre.
Yo le ofrecí agua del pozo de mis antepasados y Él me dio a
beber de un agua nueva, del manantial de agua Viva que nunca se seca.»
Nos despedimos de Maayane, con la promesa de que nos
volveríamos a encontrar. Nos ofreció alimentos para el camino
que el Maestro aceptó con agrado. Él sabía que a pesar de su
pobreza no podría rechazarlos, era la pureza de su corazón lo que compartía.
En poco tiempo estábamos lejos de Sicar, camino del norte.
Nuevamente los montes desérticos serían nuestra compañía
durante parte del recorrido.
Evitamos las pequeñas poblaciones que nos encontrábamos pues el Maestro pretendía que llegáramos antes del anochecer a tierras galileas. 
Cada vez los valles eran más extensos y esto nos
facilitaba la marcha.
Eludimos la aldea de Beth Haggan al atardecer, el aroma de sus
tierras fértiles me recordaban la infancia junto al mar de Galilea.
Una choza de labradores junto a una gran encina apartada del
camino nos sirvió de cobijo.
La noche estaba extrañamente luminosa. La Luna comenzaba a
alzarse imponente en el horizonte sobre las montañas al este del
Jordán, su contorno era casi perfecto.
María de Magdala, nos confesaba que le había impactado la dura vida de Maayane la samaritana, su fortaleza a pesar de los golpes que había recibido en ella y cómo cambió su vida.
—¡Cómo cambia la vida de todos los que nos acercamos a Él!
—en alto pensé.
El Maestro sonrió. Se alejó un poco de nosotros, quedándose en
pie contemplando el cielo nocturno. Los demás nos tumbamos,
con la mirada en las estrellas.
—¡Qué grande es el Universo! —exclamó Pedro.
—¿Estaremos solos en Él? —se preguntaba María.
La cantinela de una chicharra hizo que permaneciéramos en
silencio. Posiblemente nos estaba cantando la respuesta.
EL ANCIANO JUAN
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Escrito I (segunda parte) EL AMOR.- PEDID AL PADRE



La Tierra no se detuvo y el alba de un nuevo día llegó. 


Abrí los ojos, vi a María y a Pedro junto al Maestro sentados con la mirada perdida, con un gesto me pidió que me acercara a ellos, así lo hice, parecía que me esperaban.

Entonces el Maestro comenzó a hablar:

«Cuando os encontréis desanimados o alegres; alterados o
tranquilos; sin rumbo o con esperanza; en cualquier estado de
ánimo o actitud mental: buscad un tiempo en soledad, no importa donde, ni a qué hora, si al alba o al anochecer. Entonces en silencio, en voz baja o en alto, orad así: “Abbá”… 


Y hablad con el corazón, con verdad. Expresaos con humildad.

Compartid vuestro dolor, vuestro llanto y desesperación si así lo
necesitáis. 


Entregádselo a Él y os lo devolverá convertido en Luz y Esperanza.

Tened por seguro que Él os escucha y no caen en saco roto
vuestras súplicas.

No le pidáis por vuestras necesidades materiales, pedidle por
vuestras carestías espirituales.

Y dadle siempre gracias y amad a vuestros hermanos.

Porque, en verdad os digo, sólo el Amor podrá satisfaceros
plenamente.»

Finalizó diciendo:

—Ahora os dejo en vuestro silencio, después empezaremos a
caminar hacia nuestro destino…

Nos quedamos una vez más callados y sumidos en nuestros
pensamientos.

Al poco emprendimos camino entre montañas. 


El buen tiempo nos acompañaba otra vez y un ligero viento nos hizo así más llevadera la travesía por estas áridas tierras.

Recordé las palabras del Maestro: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y que me siga”.

«Sí —dijo el Maestro—, es necesario renunciar a nuestra
pequeña vida personal si deseamos alcanzar la verdadera paz, laque nace tras el sacrificio de nuestro ego.

Ahora vives en una encrucijada, un cruce de caminos y has de
elegir si seguir siendo el que eres, envuelto en tus dudas y
temores a merced de las mareas de tus pensamientos y

sentimientos, donde tu pequeño yo es quien importa o, tomar el
timón de tu vida y conducirte a las cálidas tierras de mi Padre.

Sí así lo deseas puedes seguir conmigo y atravesar estas tierras,
este desierto, como ahora lo estás haciendo. No sabes adónde vas.

Únicamente conoces tu vida pasada, te aferras a ella como si fuera lo más importante, sin embargo aún no sabiendo el por qué,confías plenamente en mí. 


No pienses que dejas de existir, nada más lejos de la realidad. 
El único que muere es el ser aislado que vive en ti, para dar paso a un hombre nuevo donde la palabra Amor cobra su auténtico sentido.

El Amor se identifica con todos y con todo, nada queda fuera de
Él, pues Él es la Vida, lo único que de verdad existe.

O tomas el camino de regreso a Jerusalén, donde las leyes, con
sus normas, premios y condenas te seguirán atando. Hasta que un día te vuelvas a preguntar: ¿por qué permanezco esclavo de mi mismo?... Y vuelvas a pedir ayuda a tu Padre.

Hoy es el tiempo que has elegido para liberarte y los cielos se
conjugan para que así sea. Tú tienes la última palabra.»


Entonces —preguntó María—, ¿por qué vivimos sumidos en el
caos que produce el sufrimiento cuando podemos vivir en paz y
armonía?

Él contestó:

«Porque nacimos libres y vivimos las consecuencias de esta
libertad. Aprendemos de nuestras experiencias, errando y
acertando nos hacemos a nosotros mismos. 


Cada uno somos únicos y nadie puede hacer el trabajo por nosotros.

Elegimos estar viviendo en un profundo sueño o despertar de él.


Somos como esta planta —señaló un matorral—. Eligió el
desierto para vivir, en él encuentra su sustento, no obstante el
viento le trae aromas de otras tierras y le recuerda que un día las lluvias también le pueden alcanzar sólo con pedirlo.»

Pedro le preguntó: ¿Y cómo evitamos el sufrimiento?

«Los deseos que te atan a la carne —siguió expresando el
Maestro—, no los evites. ¡Aprende a ennoblecerlos y pon tu
mente al servicio de tu alma y no al revés! ¡Y tu alma al servicio
del Espíritu!

No os hablo de una entelequia, una ficción. Os hablo con la
misma fuerza que creó el Sol y las estrellas, la Tierra y a todos los que la habitamos.

Pedid al Padre y os dará, buscad su Reino y le encontraréis.»

Sus palabras nos conmovieron profundamente y al unísono le
dijimos:

—¡Elegimos despertar!

Unas carcajadas salieron de los cuatro y nos abrazamos, el
Maestro de pronto salió corriendo gritando:
—¡Agarradme si podéis!
A pesar de ser de mayor edad que el resto no le alcanzamos. 


Nos dimos por vencidos y proseguimos andando, silbando, alegres.

María cantaba una vieja canción de cuna.

―¡Qué lejos queda la infancia! —dijo Pedro.

—¡Correcto! ¡Estamos creciendo! —contestó el Maestro.

La ciudad de Sicar asomaba en el horizonte. Hoy la jornada
pareció más corta, quizás la alegría rebosante que nuestras almas desprendían tenía algo que ver tras las palabras que no dejaban de resonar: “Pedid al Padre…”

EL ANCIANO JUAN

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Escrito I (segunda parte) EL AMOR.- POR LAS TIERRAS DE JUDEA

Un nuevo día amanecía soleado.
Hoy abandonaría la ciudad de Jerusalén. 
Me desperté con un nombre en mi mente: Tabor. 
No lo dudé un instante, recogí mis pocas pertenencias que cabían en una pequeña mochila.
Me dirigí a la estación. El autocar estaba a punto de salir en su
ruta hacia Nazaret. Por poco le pierdo pero… ya estoy sentado en
él y dejando atrás una ciudad que siempre estará en mi corazón, a
la que sin duda volveré.
Poco más de cien kilómetros separan ambos lugares, sin
embargo unos acontecimientos les unen para siempre en mi alma:
Tabor. 
El pasado vuelve a mí como si ahora estuviera
ocurriendo…
El Maestro me despertó cuando los gallos aún no habían
saludado el nuevo día.
—¡Juan, levanta! —me dijo en voz baja—. ¡Salimos de viaje,
nos espera una larga jornada!
En poco tiempo me encontré junto a la puerta de la casa de José
de Arimatea. Allí estaban Pedro, María y el Maestro
esperándome.
—¡Vamos, dormilón! —entre risas me decía María—. ¡Toma
este fardo, eres más joven y tienes buena espalda!
—¿Dónde vamos? —pregunté.
Nadie pareció escucharme. Nos despedimos de José, mientras el
resto de la gran familia seguía durmiendo aún.
El Maestro salió a paso ligero. 
Tomé mi cayado y los tres le seguimos intentando alcanzarle. Enseguida dejamos atrás las últimas viviendas de Jerusalén, tomando el camino hacia el norte, el que lleva Samaria. 
Él redujo el paso y se lo agradecimos y al cielo también, pues unas nubes casi le cubrían por completo.
Pronto nos encontramos con una caravana procedente del valle
de Hebrón con destino a Samaria y Esdrelón. 
El Maestro fue reconocido por algunos de sus integrantes, esto hizo que paráramos a descansar un poco y a compartir un ligero desayuno.
Nos pusimos al día sobre cómo estaba la situación en la ruta,
dado que algunos la recorrían asiduamente en ambos sentidos.
Parece que habría unos días de calma tras la detención de unos
salteadores, así pues el recorrido sería seguro. Se discutía de la
suerte de estos ladrones, todos parecían estar de acuerdo que
murieran como castigo a sus desmanes.
El Maestro, que hasta entonces permanecía callado, dijo:
«¿Quién tiene la potestad de dar o quitar la vida sino el Dios que
nos creó? Ningún ser humano tiene el poder de castigar con la
muerte sin que acarree sobre sí una deuda que deberá saldar en el
tiempo con el sacrificado.
Ni quien robe o haga daño a otro vivirá en paz hasta que no se
perdone a sí mismo, se reconcilie con él y restituya el daño que ha
ocasionado.
Todos hemos de encontrar la paz en nuestros corazones,
perdonando y siendo perdonados.»
Tras un largo mutismo, el Maestro se levantó exhortándonos a
seguirle. Pronto dejamos atrás la caravana, aún escuchábamos en
la lejanía las voces de la acalorada discusión que siguió al
silencio.
El resto de la jornada transcurrió sin sobresaltos, llegando a la
región montañosa del Sur de Samaria al anochecer. 
El Maestro nos veía agotados y a Él también se le apreciaba el cansancio.
Atrás quedaban las tierras de Judea.
Nos apartamos del camino y junto a unas rocas nos sentamos.
María sacó de una bolsa pan ácimo y lo repartió. Aunque
estábamos acostumbrados a comer austeramente, nuestro cuerpo
nos lo agradecía.
—¡Gracias María! —le dijo Pedro.
María le sonrió. El Maestro repitió el gesto mirando a ambos.
Parecía que el viaje les estaba sentando bien.
El día siguiente seguramente sería tan agotador como el de hoy,
aunque no sabía el destino, intuía que se encontraba más allá de
Samaria.
Enseguida el cansancio nos sumió a todos en un sueño profundo.
EL ANCIANO JUAN
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Escrito I (segunda parte) EL AMOR.- EL ROSTRO DE UN NIÑO


El griterío de los niños me retornó una vez más a la vivienda de
José de Arimatea. Esa mañana el tiempo parecía haberse
detenido…
Unos niños entraron al patio de la casa corriendo y saltando,
María les conminó a estarse quietos, ninguno parecía hacerle caso e incluso comenzaban a gritar.
Se giró el Maestro hacia ella diciendo:
—¡María! ¡Déjalos que jueguen!
Se levantó y se puso a corretear con ellos.
Estábamos varios discípulos observándoles en silencio.
Yo no paraba de pensar en sus últimas palabras: “Muchos
rostros has de mostrar…un solo Espíritu les alienta”. ¿Qué querría decir?
El Maestro se volvió hacia mí sin dejar de jugar, pareció leerme
el pensamiento.
¡Juan! exclamó! Observa a los niños, sus rostros van
cambiando según van creciendo; llegarán a ser hasta
irreconocibles si durante un largo tiempo no les ves; irán
reflejando la madurez de sus almas, sus cicatrices, sin embargo el mismo Espíritu les habitará. Mas no dejes de mirarles a los ojos, sabrás reconocerlos, pues son el contacto de dos mundos que viven en uno sólo.
Continuó señalando:
«¡Fíjate en sus almas inocentes, limpias! Aun así, en ellas llevan
latente el conocimiento adquirido. El grado de amor que sienten es innato en ellos. 
Son las lecciones aprendidas con otros rostros
en otros caminos recorridos. Nada se pierde para el Espíritu que les alienta.
Mi Padre nos hizo semejantes a Él, eternos. Y eterno es el
aprendizaje de sí mismo.
El rostro del Hijo es el rostro del Padre, porque Uno es su
Espíritu e infinitas sus manifestaciones. 
Cuando yo me vaya al Padre, algunos de vosotros permaneceréis aquí y tendréis nuevamente rostros de niñas y niños, de mujeres y hombres.
Subiréis con cada rostro que mostréis un peldaño en la escala que os conduce a mi Padre, a vosotros mismos.»
—¡Rabí! —le pregunté―. ¿Cómo sabremos qué hacer, qué
itinerario tomar? Tú nos hablas con sabiduría, y sin embargo,
nosotros nada sabemos.
Sonrió. ¡Siempre su eterna sonrisa! Me desconcertaba, me sentía como una partícula de arena en el desierto.
Prosiguió:
«¡Pequeño Juan! ¡Confía! Su Espíritu permanecerá en vosotros y sabréis cómo actuar en cada momento. 
Recordad quienes sois en realidad, sólo debéis amar y recordar.
La Presencia Divina os irá iluminando según os vais
desprendiendo de la herrumbre que os cubre.
La oscuridad, la sombra, es sólo una ilusión, pero eso has de
descubrirlo por ti mismo.
Debes volver a ser un niño otra vez, porque sólo en los niños y
en los que son como ellos se encuentra pura su Presencia.
Nunca perdáis la sonrisa y la alegría del niño que lleváis
dentro.»
Con un chiquillo a hombros el Maestro conminaba a los demás
niños a alcanzarle. Parecía completamente ajeno a la situación del mundo en que vivíamos, a la seriedad del peligro que corría y nosotros con Él. Sin embargo sólo lo parecía, una vez más me leía mis pensamientos.
Me miró y dijo:
—Nada temáis, nada ocurre bajo la capa del cielo sin que lo
permita nuestro Padre, si yo quiero que algunos de vosotros
permanezcáis, estáis cumpliendo su Voluntad. 
Ésta la aceptaréis libremente pero antes habréis de morir para el mundo. 
Yo os enseñaré el camino, vosotros le habréis de andar. Volveréis a nacer no sólo de la carne y la sangre sino en Espíritu.
Una vez más debía tomar aliento, el recuerdo de sus palabras me dejaban aturdido y siempre me recalcaba: “Confía”.
Sin lugar a dudas confiaba en su Palabra. Me demostró sin
vacilación la certeza de la realidad de la que nos hablaba a lo
largo del tiempo vivido.
El que fue al Padre no dejaba de insistir en que permanecería
con nosotros, y así lo cumplió, ya que realmente nunca se fue.
EL ANCIANO JUAN
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