sábado, 1 de abril de 2017

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 6: EL CRUCIFIJO DE SAN DAMIÁN


En un pasaje de su Testamento, Francisco habla de su juventud, y dice:
 

«Y el Señor me dio una tal fe en las iglesias, que así sencillamente oraba y decía: "Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo".
»Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos. 
 Y lo hago por esto, porque nada veo corporalmente en este siglo del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y su santísima sangre, que ellos reciben y ellos solos administran a los otros. Y quiero que estos santísimos misterios sean sobre todas las cosas honrados, venerados y colocados en lugares preciosos».

 "Lugares preciosos": estas palabras designan no sólo las iglesias, sino también los tabernáculos, en que se reserva el Santísimo, y aun los vasos sagrados del altar, como los copones, píxides, etc...
Por este documento, que data de los últimos años de su vida, sabemos auténticamente cuáles fueron siempre los sentimientos de nuestro personaje para con la Iglesia y el clero; y este autotestimonio ha sido plenamente confirmado por todos sus biógrafos.
Referido queda más arriba cómo Francisco demostraba gran interés por las iglesias, contribuyendo con sus propias manos a restaurarlas y embellecerlas.
Hoy día mismo, los alrededores de Asís están sembrados de santuarios casi en ruinas, iglesias o capillas edificadas a la vera de los caminos, que se mantienen siempre cerradas con candado y donde rarísimas veces se celebran oficios divinos. Mirando hacia el interior, se ve un altar con manteles todos arrugados y rasgados, floreros con flores de papel cubiertas de polvo, candeleros de madera que nunca han sido dorados y ahora están cenicientos y carcomidos. 
Sin embargo, abandonadas y todo, la visita de estas iglesias deja en el ánimo del viajero no sé que extraña impresión de piadoso recogimiento, que se aumenta todavía cuando, al penetrar en ellas, se encuentra uno con frescos borrosos pintados en los muros por aquellos discípulos de Giotto o de Simón Martini que, en el siglo XIV, visitaron hasta las más apartadas ciudades y los más ignorados ángulos de los Apeninos. La pila de agua bendita está vacía y polvorienta. La única música que allí escucha el visitante cuando se arrodilla para rezar, es el susurro de los castaños agitados por el viento, o el murmurar de los arroyos saltadores que, desde la cima de las montañas, bajan presurosos en busca de su lecho de piedras.

LAS LEYES ESPIRITUALES DE VICENT GUILLEM (INTRODUCCIÓN)


PREFACIO
El contenido de este libro es un mensaje de amor para toda la humanidad.
No importa cómo ha sido recibido ni de quién viene. Lo que importa es el contenido del mensaje. Eres libre de hacer lo que quieras con él, desde ignorarlo, criticarlo, censurarlo, hasta aplicártelo a tu propia vida. Esto último es lo que yo he hecho, aunque antes de ello haya podido pasar por alguna de las etapas anteriores.

Por tanto, dejo a tu criterio el decidir si el personaje de Isaías, mi interlocutor y protagonista de este libro, es un recurso literario o existe de verdad, si el diálogo entre él y yo que encontrarás expuesto en las siguientes páginas ha existido o no en realidad y en qué condiciones se ha producido. En cualquier caso, lo que sí es cierto es que es un mensaje escrito con el corazón para el corazón, tu corazón.
Mi esperanza es que te sirva a ti tanto como a mí me ha servido. Te sirva para conocerte a ti mismo, para despertar tus sentimientos, para liberarte de tu parte egoísta, para comprender el motivo de tu vida, de las cosas que te han ocurrido y te ocurren. Para que tengas esperanza, para que comprendas mejor a los demás y llegues algún día a quererlos, para que entiendas el mundo en el que vives, para que puedas sacar hasta de la mayor desgracia el mayor provecho para tu evolución en el amor. En definitiva, para que seas tú mismo, libre, consciente para experimentar el amor auténtico, el amor incondicional y que seas, por tanto, más feliz.
Con todo mi amor, para ti.

viernes, 31 de marzo de 2017

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 5: EL BESO AL LEPROSO


San Antonino de Florencia (1389-1459), en su Crónica Eclesiástica, resume en dos palabras la ocupación de Francisco en los primeros años que siguieron a su separación de los amigos y a su renuncia a la vida de los placeres: «Vivía ora escondido en la soledad de las grutas, ora trabajando en reconstruir iglesias». La oración en la soledad y el trabajo personal por la gloria de Dios, he ahí el doble medio de que Francisco echó mano, después de abandonar el mundo, para conocer con toda claridad los designios de Dios acerca de él. A corta distancia de la ciudad y en una de las rocas de la montaña había una gruta, adonde Francisco acostumbraba retirarse a orar, a veces sólo, las más de las veces acompañado de un amigo, el único que parece haberle permanecido fiel después de su conversión. Por desgracia, ninguno de los biógrafos nos ha conservado el nombre de este amigo; Celano se limita a decir que era un personaje importante, «grande entre los demás».
 
Francisco experimentaba, por naturaleza, una gran necesidad de expansión; sus biógrafos refieren que a veces se veía constreñido, contra su voluntad, a hablar de las cosas de que abundaba su alma.
Es, pues, natural que tuviese íntimas confidencias con dicho amigo, ponderándole, en el lenguaje pintoresco del Evangelio, el alto precio del tesoro por él encontrado en la referida gruta y cuya explotación había empezado con tan lisonjero éxito. Añadía, sin embargo, que él debía emplearse solo en aquel negocio, y por eso, tan pronto como llegaban a la puerta de la gruta, despedía a su amigo y en seguida penetraba.
En aquella caverna sombría y solitaria encontró Francisco su oratorio, donde, con toda libertad, y a toda hora, podía interrogar al Padre celestial. El deseo de cumplir la divina voluntad crecía en él de día en día, y no tardó en entender claramente que, mientras no llegase a saber a punto fijo los designios de Dios acerca de él, no tendría paz en su corazón. A cada momento acudían a sus labios estas palabras del Salmista, que expresan la esencia de la verdadera adoración: «Señor, muéstrame tus caminos; enséñame la verdad de tus senderos».

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP.4: LA VISIÓN DE ESPOLETO

 
 

La verdad era, en efecto, que nuestro joven estaba aún lejos de ser lo que se llama un convertido; llevaba en su corazón el vacío, pero no podía ni sabía llenarle. A medida que iba adelantando en su convalecencia y recobrando las perdidas fuerzas, más se iba engolfando de nuevo en la vida mundana, como antes de caer enfermo, si bien con una diferencia asaz notable: que ahora no gustaba los goces que se procuraba; una vaga inquietud le perseguía por doquiera, robándole el reposo; sentía en lo más hondo del alma un aguijón que sin cesar le impelía hacia adelante; lo pasado no tenía para él ningún interés; lo porvenir sí que encerraba heroicas hazañas, raras y maravillosas aventuras.
La vida del caballero vino a presentársele de nuevo cual la única bastante a satisfacer sus vagos anhelos de grandeza y gloria. Excitada desde la infancia su fantasía con los relatos del rey Arturo y de los compañeros de la Tabla Redonda, quiso ser él también un caballero del Santo Grial, recorrer el mundo, derramar su sangre en aras de las nobles causas y volver después a su patria cubierto de gloria inmortal.

Por aquel entonces la eterna lucha entre el emperador y el Papa había entrado en una nueva fase. La viuda de Enrique II había confiado a Inocencio III la tutela del heredero del trono, del que había de ser Federico II. Pero uno de los generales del difunto emperador, llamado Marcoaldo, pretendía que, según el testamento de Enrique, sólo él debía ser el tutor del joven príncipe y el regente del reino. Inocencio no era hombre que abandonase fácilmente lo que una vez emprendía, y recurrió a las armas para mantener la causa. La contienda tuvo por teatro el mediodía de Italia, por cuanto Constancia, la emperatriz viuda, como heredera de los reyes normandos, era también reina de Sicilia. Inocencio sufrió derrota tras derrota durante largo tiempo, hasta que tuvo la feliz idea de confiar el mando de sus tropas al conde Gualterio III de Briena, que también pretendía tener derechos sobre Tarento por la princesa normanda que había tomado por esposa. Este aguerrido capitán venció a los alemanes en una serie de combates en Capua, Lecce y Barletta; por donde la fama de su nombre invadió pronto Italia, llevando a todas partes el entusiasmo más fervoroso por las cosas italianas y la más honda detestación por todo lo alemán.

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 3: LA PRISIÓN DE PERUSA

 

A nuestro joven le tocó vivir en época de guerras. El emperador guerreaba contra el Papa, los príncipes contra los reyes, los burgueses contra los nobles, ciudades contra ciudades. Acababa de nacer Francisco cuando Federico Barbarroja se vio obligado por la paz de Constanza (25 de junio de 1183) a otorgar a las ciudades lombardas todas las libertades porque habían luchado victoriosamente en Legnano (1176). Pero el sucesor de Barbarroja, Enrique II (1183-1196), reforzó nuevamente el poder imperial en Italia, y Asís (que, tomada en 1174 por el arzobispo Cristián de Maguncia, canciller del imperio alemán, reconquistó más tarde, en 1177, sus franquicias comunales y el derecho a tener cónsules propios) se vio obligada a renunciar a sus derechos municipales y a someterse a Conrado de Urslingen, duque imperial de Espoleto y conde de Asís.
Un año después de la muerte de Enrique, fue elevado al trono pontificio Inocencio III y acto continuo emprendió resuelta y vigorosamente la defensa de las ciudades italianas. El duque Conrado tuvo que acudir a Narni a rendir homenaje al Papa, y los burgueses de la ciudad de Asís aprovecharon su ausencia para atacar la fortaleza germánica, que desde la cima de Sasso Rosso (roca roja) amenazaba a la ciudad. La fortaleza fue invadida y destruida completamente, de suerte que cuando llegaron los enviados del papa a posesionarse de ella a nombre de su señor, no hallaron más que informes ruinas, que son las que ahora se ven en la parte más alta de Asís. Después de este hecho los asisienses resolvieron, para ponerse a cubierto de toda invasión extraña, rodear de muros la ciudad. Todos pusieron manos a la obra con tal ardor y entusiasmo, que antes de mucho lograron levantar esas murallas, cortadas a trechos por soberbias puertas y protegidas por formidables torres, que aún hoy día infunden respeto al viajero que las contempla. Francisco tendría entonces unos 17 años, y no es aventurado sospechar con Sabatier que «fuese uno de los más activos colaboradores de aquella empresa patriótica y que en ella adquiriese el hábito de acarrear piedras y de manejar la plana, que tan útil le iba a ser muy pocos años después».

Por cierto, la parte más penosa y ruda del trabajo, tanto de demolición como de edificación, tocó a la gente del bajo pueblo, a los minores, como se les solía llamar. En esta obra adquirió el pueblo de Asís conciencia de su fuerza; por donde, después de vencer al enemigo exterior, al tiránico tudesco, se volvió contra los tiranos domésticos, cuyas fortalezas, que eran sus propias moradas, estaban esparcidas por la ciudad. La guerra civil no tardó en estallar; las casas de los nobles fueron sitiadas por la burguesía; varias de ellas, incendiadas: la derrota de la nobleza era inminente. Por fin, apeló ésta a un recurso extremo: llamó en su auxilio a la poderosa república de Perusa, vecina y antigua rival de Asís, prometiéndole, si le ayudaba en aquel apurado trance, reconocerle soberanía sobre su patria.
 
 
Perusa se hallaba entonces en el apogeo de su grandeza y poder, y se apresuró a aprovechar la ocasión que se le ofrecía de adueñarse de Asís; envió, pues, sus ejércitos a favorecer a los sitiados nobles. Por su parte, los burgueses de Asís, lejos de cobardear, se aliaron con los pocos nobles que habían permanecido fieles a su ciudad natal y salieron al encuentro de los invasores. Ambos ejércitos trabaron combate en el valle que separa las dos ciudades, cerca del puente San Juan (Ponte San Giovanni). El éxito favoreció a los perusinos, y numerosos asisienses cayeron prisioneros, entre ellos nuestro Francisco, quien, por su posición social y sus maneras distinguidas, logró ser tratado como noble en la prisión. Idéntico tratamiento ordenaban muchas antiguas leyes comunales francesas que se diera a los «burgueses honorables».
La batalla del puente San Juan fue en 1202, y el cautiverio de Perusa duró un año entero, durante el cual Francisco mostró un ánimo tan alegre y regocijado, que era la admiración de sus compañeros; mientras éstos penaban, él no hacía más que cantar y decir donaires, y si alguien le echaba en cara tan extraña actitud, él contestaba: «¿No sabéis que me aguarda un grandioso porvenir y que vendrá un día en que todo el mundo me rendirá homenajes?» Empezaba ya a apuntar en él esa segura confianza en sus destinos, esa convicción serena del magnífico porvenir que le estaba reservado, en que todos sus biógrafos creen ver uno de los rasgos más sobresalientes del carácter de Francisco en los años de su juventud.
Por fin, en noviembre de 1203 se firmó la paz entre los dos partidos beligerantes. Los burgueses de Asís prometieron resarcir los daños que habían causado en las propiedades de los nobles, y éstos se comprometieron a no pactar en lo sucesivo alianza alguna con otros pueblos sin autorización de sus conciudadanos. En consecuencia, Francisco y sus compañeros fueron puestos en libertad.
Hermoso papel había desempeñado en la prisión nuestro cautivo: no fue sólo, como queda dicho, el apóstol de la alegría y del buen humor, sino también un ángel de paz. Porque había en la cárcel un caballero que, con su trato intemperante y soberbio, se había atraído el odio de todos los camaradas, excepto el de Francisco, quien, al contrario, le trató siempre con tanta benignidad y tan ingeniosa paciencia, que llegó a conseguir que el grosero y orgulloso personaje reconociera sus faltas y buscase la compañía de los demás, de quienes se obstinara en permanecer alejado.
 
 
 Pero esa larga y forzada convivencia con los nobles le comunicó también cierto gusto por la vida y las ocupaciones aristocráticas, como lo demostró durante los tres años siguientes a su cautiverio (1203-1206). En este lapso de tiempo Francisco no fue ni quiso ser otra cosa que un asiduo cultivador de la gaya ciencia provenzal; entonces fue cuando se lanzó al torbellino de las fiestas y de los placeres, de donde sólo una mortal enfermedad vino a sacarle, aunque no definitivamente todavía.
 J. Joergensen

FRANCISCO DE ASÍS: CAPÍTULO 2.- INFANCIA Y JUVENTUD

 
 

Francisco tenía entonces veintidós años. Era el mayor de los hijos de uno de los hombres más opulentos de Asís, el comerciante Pedro Bernardone.
No era esta familia originaria de Asís; porque Bernardone, el padre de Pedro, procedía de Lucca, donde era miembro de una boyante familia de tejedores y mercaderes de géneros, los Moriconi. La madre, doña Pica, era aún de más lejano origen; su cuna se había mecido en la hermosa Provenza, la región de las poéticas leyendas. 
Allá la había conocido don Pedro, probablemente en uno de sus viajes mercantiles; de allá la trajo, en calidad de prometida, a la pequeña ciudad italiana asentada sobre la falda del monte Subasio.
Asís es una de las ciudades más antiguas de Italia. Tolomeo la menciona con el nombre de Assision; en ella nació el poeta Propercio, 46 años antes de Jesucristo. Le llevó la luz del cristianismo S. Crispólito, o Crispoldo, discípulo inmediato, según la leyenda, del apóstol S. Pedro, lo mismo que S. Bricio, obispo de Espoleto, de quien se dice que, por orden del príncipe de los apóstoles, consagró a Crispoldo obispo de Vettona (hoy Bettona) el año 58 de nuestra era, confiándole la dirección espiritual de todo el distrito comprendido entre Foligno al sur y Nocera al norte. Sea de esto lo que fuere, parece cierto que Crispoldo padeció martirio en la persecución de Domiciano. Igual suerte corrieron más tarde otros tres misioneros de la Umbría: los santos Victorino ( 240), Sabino ( 303) y Rufino, que fue el principal apóstol de Asís (AF III, p. 226, n. 1)

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP. 1 : EL JOVEN CONVALECIENTE


  

Hace de esto setecientos años, una mañana cierto joven de la ciudad de Asís, que empezaba a convalecer de larga y penosa enfermedad, despertó de su nocturno sueño. Los postigos de la ventana de su pieza estaban aún cerrados; sin embargo, afuera, a pesar de que era muy temprano, brillaba la luz de la madrugada, y la campana de la vecina iglesia de Ntra. Sra. del Obispado había dado ya la señal para la primera misa. Por la rendija del postigo penetraba hasta la cerrada alcoba un poderoso rayo de sol. El joven conocía bien este rayo matinal, pues hacía ya varias semanas que le veía llegar a su lecho de convaleciente.
 
Muy luego llegaría su madre a abrir los postigos, y la luz penetraría en la pieza con toda su deslumbradora intensidad. Después le traerían el desayuno y se le arreglaría la cama (ésta era bastante ancha y él tenía costumbre de mudarse al otro lado mientras se componía aquél en que había dormido). Ya podía tenderse sobre ella, fatigado aún, pero feliz, a contemplar el hermoso cielo de otoño, azul y despejado, y a escuchar el ruido que hacían, al caer sobre el pavimento de la calle, las aguas sucias arrojadas por los moradores de las casas vecinas. Más tarde entraría ya directamente el sol a iluminar primero el muro de la derecha, después el centro de la enlosada cámara, y cuando la plena luz diera en el lecho, sería llegada la hora del almuerzo; después del cual vendrían de nuevo a cerrar los postigos, y nuestro joven tomaría su siesta al abrigo de la dulce y silenciosa semi-oscuridad de su pieza. Terminado este reposo volvería de nuevo la luz, aunque el sol ya se habría retirado de la ventana; nuestro convaleciente vería allá a lo lejos, hacia el confín del inmenso valle, las montañas veladas por sombras azules, que bien pronto se cambiarían en ese manto rojizo, sanguíneo, con que se cubre el horizonte en las tardes de otoño. Al caer con toda rapidez la noche, oiría el ruidoso balar de los ganados, conducidos a los establos, entre canciones y risas, por los sencillos pastores. ¡Con qué íntimo placer había escuchado esas cantinelas populares de la Umbría, acompasadas, extrañamente expresivas, exquisitamente tiernas, que hoy día mismo ensayan y modulan a la continua aquellos modestos campesinos, llenando el alma de quien los oye de cierta misteriosa mezcla de tristeza y melancólica dulcedumbre! Por fin, se extinguirían los cantares y vendría la noche. Por encima de los lejanos montes surgiría, de repente, una sola y grande estrella, cuya aparición indicaría el momento de cerrar los postigos y de encender la lamparilla, que el enfermo se había acostumbrado a dejar arder hasta el rayar del alba durante las interminables noches de fiebre en que temerosas pesadillas le turbaban el dulce sueño.

FRANCISCO DE ASÍS, SU VIDA Y SU OBRA, POR JUAN JOERGENSEN


LA BIOGRAFÍA «SAN FRANCISCO DE ASÍS» 
Pensador, historiador, escritor y periodista, J. Joergensen era de natural romántico y sentimental, poeta inspirado y muy leído. En todas sus obras hagiográficas armoniza la poesía con la verdad histórica. Así lo lleva a cabo en las biografías de santa Catalina de Siena, Don Bosco, Charles de Foucauld, santa Brígida y otras. Por lo que se refiere a San Francisco de Asís, hay que añadir su especial devoción al santo, quien, a su juicio, «fue también un poeta y un converso».
1. Características de la obra
El libro sobre el Pobrecillo de Asís de J. Joergensen salió en original danés y en Copenhague el año 1907.
Fue inmediatamente traducido a varias lenguas; en castellano gozamos de dos versiones distintas: la de R. M. Tenreiro (Madrid 1925, 3.ª ed.), y la de A. Pavez (Santiago de Chile 1913; Buenos Aires 1945); en nuestro trabajo citamos esta última por considerarla más lograda. Precede una larga introducción y una concienzuda investigación (no incluida en las traducciones al castellano) sobre las fuentes franciscanas como habían hecho ya Paul Sabatier y los acreditados historiadores franciscanos de Quaracchi, con quienes mantuvo una sincera amistad. Estudia con suma detención el enorme cuerpo documental, compulsado en archivos y bibliotecas. En estas fuentes de información apoya su relato histórico, que lleva a cabo mediante los métodos modernos de crítica interna y externa, como quien aspira a que se le dé fe en lo que afirma y sostiene.