viernes, 31 de marzo de 2017

FRANCISCO DE ASÍS.- CAP.4: LA VISIÓN DE ESPOLETO

 
 

La verdad era, en efecto, que nuestro joven estaba aún lejos de ser lo que se llama un convertido; llevaba en su corazón el vacío, pero no podía ni sabía llenarle. A medida que iba adelantando en su convalecencia y recobrando las perdidas fuerzas, más se iba engolfando de nuevo en la vida mundana, como antes de caer enfermo, si bien con una diferencia asaz notable: que ahora no gustaba los goces que se procuraba; una vaga inquietud le perseguía por doquiera, robándole el reposo; sentía en lo más hondo del alma un aguijón que sin cesar le impelía hacia adelante; lo pasado no tenía para él ningún interés; lo porvenir sí que encerraba heroicas hazañas, raras y maravillosas aventuras.
La vida del caballero vino a presentársele de nuevo cual la única bastante a satisfacer sus vagos anhelos de grandeza y gloria. Excitada desde la infancia su fantasía con los relatos del rey Arturo y de los compañeros de la Tabla Redonda, quiso ser él también un caballero del Santo Grial, recorrer el mundo, derramar su sangre en aras de las nobles causas y volver después a su patria cubierto de gloria inmortal.

Por aquel entonces la eterna lucha entre el emperador y el Papa había entrado en una nueva fase. La viuda de Enrique II había confiado a Inocencio III la tutela del heredero del trono, del que había de ser Federico II. Pero uno de los generales del difunto emperador, llamado Marcoaldo, pretendía que, según el testamento de Enrique, sólo él debía ser el tutor del joven príncipe y el regente del reino. Inocencio no era hombre que abandonase fácilmente lo que una vez emprendía, y recurrió a las armas para mantener la causa. La contienda tuvo por teatro el mediodía de Italia, por cuanto Constancia, la emperatriz viuda, como heredera de los reyes normandos, era también reina de Sicilia. Inocencio sufrió derrota tras derrota durante largo tiempo, hasta que tuvo la feliz idea de confiar el mando de sus tropas al conde Gualterio III de Briena, que también pretendía tener derechos sobre Tarento por la princesa normanda que había tomado por esposa. Este aguerrido capitán venció a los alemanes en una serie de combates en Capua, Lecce y Barletta; por donde la fama de su nombre invadió pronto Italia, llevando a todas partes el entusiasmo más fervoroso por las cosas italianas y la más honda detestación por todo lo alemán.

 En Sicilia la palabra alemán era sinónimo de pesado, torpe, grosero. El trovador Pedro Vidal iba por Lombardía entonando contra los alemanes sátiras como ésta: «No quisiera yo ser gentilhombre entre los frisones, por no verme obligado a escuchar siempre esa lengua, que más parece ladrido de perros que no lenguaje humano». No había en toda Italia pecho joven, noble y altivo que no ardiese en deseos de sacudir la dominación extranjera, y el nombre de Gualterio de Briena flotaba como estandarte bendecido por el Papa sobre los guerreros italianos, ebrios de coraje.


No tardó en llegar a Asís la ola de entusiasmo nacional. Un noble de la ciudad se armó y, juntando buen número de compañeros, fue a reunirse con las tropas de Gualterio en la Apulia; sabedor de lo cual Francisco, presa de febril exaltación, sintió sonar la hora por él tan ardientemente anhelada. ¡Ahora, o nunca! se dijo, y corrió a tomar puesto al lado del noble asisiense bajo las órdenes del conde Gualterio.

Nuestro joven se entregó, pues, a la realización de su plan con aquel apasionamiento que le era tan natural, con esa alegría desbordada que experimenta todo el que se halla en los preparativos de un nuevo cambio en la vida. Una fiebre insaciable de viajar le devoraba; en vez de andar corría desalado por las calles de Asís; no cabía en sí de contento, y a los que le preguntaban la causa de tan no usado gozo, contestaba con el rostro encendido y los ojos centelleantes: «Yo sé que voy a ser un gran príncipe». El mismo sentimiento había revelado ya en la prisión de Perusa: «Todavía seré venerado en todo el mundo".
Como era de suponer, ningún gasto se ahorró en el aparejo de nuestro joven guerrero. Uno de sus biógrafos dice que sus vestidos eran a la vez «elegantes y costosos» ; cosa natural en un joven rico, pródigo y amigo del lujo. Pero sobre el lujo estaba en él el sentimiento de la compasión generosa. Días antes de la partida topó Francisco por la calle con uno de los que iban a ir con él en la expedición, joven pobre, a vueltas de su nobleza, que distaba mucho de poder ostentar los mismos lujosos arreos que él; al instante Francisco regala sus vestidos al camarada y él se queda con los de éste.
 
 
 

Preocupado como está con la brillante carrera que le aguarda, sueña a la continua con guerras y empresas de armas. Uno de esos sueños, el más significativo, le advino la noche siguiente a la acción generosa que queda narrada. Le pareció estar en la tienda de su padre, probablemente despidiéndose de sus domésticos; pero en vez de las piezas de paño apiladas en los armazones, no veía más que escudos brillantes, lanzas y ricas monturas. Atónito ante semejante espectáculo, oyó una voz que le dijo: «Todo eso será tuyo y de tus soldados». Así, al menos, cuentan el sueño Celano   y Julián de Espira. Pero en los Tres Compañeros , en la Vida Segunda de Celano  y en San Buenaventura  la escena pasa, no en la tienda paterna, sino en un palacio, y la aparición va acompañada de muchas otras circunstancias; así, por ejemplo, las armas llevan emblemas de la cruz, hermosa novia espera a Francisco en una de las salas del palacio, etc.
 Francisco hubo de tomar aquel sueño por presagio favorable. Pocos días después, en una hermosa mañana, montó a caballo y, unido a sus entusiastas compañeros, tomó el camino de Apulia por la puerta Nueva, que conducía a Foligno y a Espoleto, donde debían tomar la Vía Flaminia, que llevaba a Roma y al sur de Italia. ¡Ay! En Espoleto era precisamente donde nuestro joven iba a poner término a sus empresas guerreras. Aquella misma mano que antes le había puesto en el lecho del dolor, obligándole a entrar en sí mismo, vino ahora de nuevo a tocarle con maligna calentura que le obligó a guardar cama, apenas llegado a Espoleto. Tendido estaba en su forzado lecho, medio despierto, medio dormido, cuando de repente oyó una voz que le preguntaba a dónde se dirigía.
 
-- A la Apulia -contestó el enfermo-, para ser allí armado caballero.

-- Dime, Francisco, ¿a quién vale más servir, al amo o al siervo?

-- Al amo, ciertamente.

-- ¿Cómo, pues, vas tú buscando al siervo y dejas al amo?, ¿cómo abandonas al príncipe por su vasallo?

Francisco entendió, por fin, quién era su invisible interlocutor y exclamó como en otro tiempo S. Pablo:

-- Señor, ¿qué quieres que haga?

A lo que contestó la voz misteriosa:

-- Vuélvete a tu patria; allá se te dirá lo que debes hacer. La aparición que has visto debe entenderse muy de otro modo que la has entendido tú.

Calló la voz; Francisco despertó y pasó el resto de la noche revolviéndose en la cama y pugnando en balde por conciliar el sueño. Llegada la mañana, se levantó, ensilló su caballo y, vistiéndose los arreos guerreros, de cuya vanidad acababa de convencerse de manera tan repentina, emprendió la vuelta a Asís.  Celano, en la Vida Primera, no tiene noticia de este segundo sueño de Francisco, pues dice solamente que «el joven, mudando de consejo, renunció al viaje a la Apulia». Sólo después de leer el relato de los Tres Compañeros vino a darse cuenta Celano de la causa que originó tan inesperada resolución. El Anónimo de Perusa agrega que Francisco, al pasar por Foligno en su viaje de regreso, vendió su caballo, como también su equipo, y compró otros vestidos.

Nada sabemos acerca del recibimiento que se le hizo en su patria aquella vez; pero podemos fácilmente imaginarlo. Lo primero sería perdonarle este nuevo rasgo de excentricidad, como se le habían perdonado todos los precedentes, y luego entraría a ocupar su puesto de rey de la juventud alegre de Asís, presidiendo, como antes, sus fiestas y diversiones, y recobrando su título de flos juvenum (Wadingo), flor de los jóvenes. Y si alguien se permitía hablarle de su fracasada expedición, al punto contestaba, en tono de absoluta seguridad, que había renunciado a aquella aventura lejana para llevar a cabo grandes cosas en su propia patria.
 

Sin embargo, en el fondo de su corazón de nada estaba más lejos que de experimentar semejante seguridad. Su conciencia era teatro continuo de los más contrarios afectos: ora se volvía por entero al mundo; ora se abrasaba en ansias de servir a aquel dueño de que le hablara con tan vivas instancias la voz misteriosa de Espoleto. La necesidad de retirarse por algún tiempo a la soledad a meditar seriamente en su suerte futura, crecía en él por momentos. Cada día ponía menos empeño en buscar a sus amigos, aunque éstos no cesaban de buscarle a él, y él, temeroso de que le tildaran de tacaño, continuaba como siempre en su loca prodigalidad.

Una tarde, probablemente del verano de 1205, el joven comerciante hizo preparar un banquete más suntuoso y espléndido que de ordinario. Como siempre, él fue el rey de la fiesta, al cabo de la cual todos los invitados le colmaron de elogios y de agradecimientos. En seguida, abandonando la casa, se lanzaron, según su costumbre, por calles y plazas cantando y chanceando, todos, excepto Francisco, que se quedó rezagado y silencioso, hasta que perdiéndolos de vista, se halló solo en una estrecha callejuela de ésas que todavía se ven en Asís.

Aquí vino a visitarle de nuevo el Señor. Y fue que, de repente, el corazón de Francisco, harto ya y cansado del mundo y sus vanidades, fue invadido de inefable gozo que le sacó fuera de sí, privándole de toda sensibilidad y de toda conciencia, en términos que, según él mismo aseguró después, bien habrían podido herirle y aun despedazarle sin que él lo hubiese advertido ni tratado de impedir.

Cuánto tiempo permaneció en aquel éxtasis, envuelto en celestial dulcedumbre, cosa fue que jamás pudo averiguar; sólo vino a volver en sí cuando uno de sus amigos vuelto atrás en su busca le gritó:

-- ¡Ea! Francisco, ¿qué ideas son las que te tienen ahí clavado? ¿O es algún noviazgo?

A lo que nuestro joven contestó, levantando los ojos al cielo tachonado de estrellas, brillante y maravilloso, como suele verse en el cielo de Asís en las noches de agosto:

-- Sí, yo pienso en casarme; pero habéis de saber que mi prometida es mil veces más noble, rica y hermosa que cuantas doncellas habéis visto y conocido vosotros.

Una carcajada estrepitosa fue la respuesta a tan franca y resuelta confesión; porque en ese momento ya le rodeaban también los otros amigos, entusiasmados, sin duda, bajo la acción de los licores del reciente banquete.

-- Entonces -es más que seguro que le replicó algunos de ellos- tu sastre va a tener de nuevo harto que hacer, como lo tuvo antes de tu partida para la Apulia.
Semejantes risas le hirieron en lo más vivo y le encendieron en cólera, mas no contra ellos, sino contra sí mismo; súbitamente iluminado, vio el cuadro de toda la vida que hasta entonces había hecho, con sus desórdenes, futilidades y vanidades pueriles; se vio a sí mismo en toda su lastimera realidad; frente al deplorable papel que había desempeñado, vio surgir en toda su radiante belleza esa otra vida que él no había vivido, la vida verdadera, la buena, la bella, la noble y rica vida que se vive en Cristo Jesús. A esta luz Francisco no pudo sentir enojo sino contra sí mismo; y en efecto, la antigua leyenda se cuida de advertirnos que «desde ese punto y hora Francisco empezó a despreciarse».

 J. Joergensen

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